lunes, 16 de junio de 2014

Os voy a contar un cuento...

Mi gusto por la escritura se remonta a tiempos inmemorables, aquellos en los que a penas  era una estudiante de primaria con una imaginación desbordante. Poco a poco esa imaginación se fue sustituyendo por narraciones basadas en experiencias personales, siendo el comienzo de la universidad el principal causante de que casi todos mis relatos se vieran impregnados de tintes médico-sociales. 
Os voy a contar un cuentoSin duda, una de las ramas de la medicina que más me ha influído a la hora de escribir ha sido la Psiquiatría. ¿Por qué? Quizás sea la complejidad de sus trastornos y el amplio desconocimiento que todavía se tiene de ellos (a pesar de los innumerables estudios que continuamente se están realizando) que me han permitido crear narraciones menos convencionales sobre escenarios corrientes.

Y aprovechando que dispongo de este Blog para mostraros alguna de aquellas narraciones, aquí os la cuelgo.
¡Espero que os guste!

AMIGA JULIA
Caminaban las dos juntas, descalzas para ser sigilosas. Con una mano sostenían las sandalias de tiras de cuero marrón y con la otra levantaban hasta la cintura el fino camisón de hilo blanco que vestían. La brisa de aquella noche empujaba dulcemente la suave tela en todas direcciones, compitiendo así con el gracioso vaivén de sus caderas al andar. 
La luna llena, silenciosa testigo desde el cielo, alumbraba su camino. 
Sara iba delante. Sus piernas largas aunque delgadas, se abrían paso de manera imponente entre la maleza. Aún con el gesto torcido y el ceño fruncido, su fina tez blanca desvelaba su juventud. Su larga melena castaña, aunque trenzada, intentaba escaparse ayudada por el traqueteo de su cabeza. Algún mechón de pelo, pionero en la huida, había logrado llegar hasta el tirante de encaje de su camisón. 
Intentando alcanzarla, Julia, sonriente, la seguía por detrás. Tenía el pelo más corto, pero curiosamente era idéntica a Sara en todo lo demás.

chica de blanco corriendo por un bosqueNo hacía mucho tiempo que se habían conocido y ya eran grandes amigas. La madre de Sara nunca ponía buena cara cuando se mencionaba a Julia en casa. Sus visitas revolucionaban la tranquila vida de su hija y, lo que era aún peor, despertaba con sus ideas una curiosidad por todo lo que le rodeaba que, por alguna extraña razón, siempre había intentado mitigar su madre. 
Sin embargo, esta vez Sara sabía que había llegado demasiado lejos; haber salido aquella noche a hurtadillas de su casa era lo más arriesgado que jamás había hecho. La sola idea de imaginar a su madre descubriendo su fechoría le aterrorizaba, pero fue tanta la insistencia de Julia para que salieran a divertirse que, aunque a regañadientes, la convenció. 
Por fin, tras dejar atrás aquél oscuro descampado, sus pies doloridos pudieron sentir la agradable sensación de la arena fresca de la playa. 
La luna, ahora coqueta, se miraba en el mar mientras numerosas estrellas la envidiaban repartidas por el oscuro cielo. 
Las dos jóvenes anduvieron por la orilla de la playa con las sandalias en la mano y el camisón ya suelto. Alguna ola valiente rompía más lejos que las demás. Mojaba con su paso el dobladillo de los camisones haciéndolos más pesados y burlando a la brisa que ya no los podía agitar. A medida que se iban acercando al pueblo, sus luces iluminaban más la playa. Pronto pudieron intuir el comienzo de un paseo marítimo. Sara se detuvo a contemplarlo, mas no por mucho tiempo; Julia desde detrás, sin perder la sonrisa, la había agarrado de un brazo y tirando suavemente, la arrastró hacia ese paseo. 
Una vez allí, la tenue luz de un reguero de farolas, todas revestidas de un mismo marrón oxidado, se perdía en la lejanía. Entre ellas se intercalaban de vez en cuando unas casetas de madera pintadas de blanco y cubiertas con una lona del mismo color. Julia, maravillada con todo aquello, corrió hasta detenerse frente a una de las casetas. Algo descarada, descolgó la parte izquierda de la lona y movida por la curiosidad, se adentró. Sara fue tras ella, pero más dubitativa, sólo asomó la cabeza. Ante sus ojos aparecieron, sobre una mesita de madera, abalorios de todo tipo y detrás, justo al fondo de la caseta se hallaba Julia, rodeada de vestidos de colores veraniegos. 
Minutos después volvían a colgar la lona. Ahora cada una llevaba su camisón en la mano y, con la idea de devolverlos al día siguiente, se habían vestido con uno de aquellos vestidos del fondo de la caseta. Bajo la farola más cercana, se calzaron sus sandalias de tiras de cuero. 
Sara se soltó el pelo y tras agitarlo suavemente con sus dedos, suspiró. Se había deshecho de su cara de enfado; al fin y al cabo, y por muy descabellada que le había parecido la idea de Julia, la había secundado y se estaba sintiendo bien. 
Sonrientes y llenas de vitalidad abandonaron el paseo, dejando bajo el suspiro de luz de aquella farola, los arrugados camisones de hilo blanco. 
Aquél no era un pueblo muy grande y sus calles, rodeadas de casas blancas, lo hacían muy acogedor.

Imagen nocturna de un pueblo de la costa
Buscando la zona de pubs, Sara y Julia comenzaron a subir por el empedrado de una calle bastante empinada. El alumbrado, tan tenue como el del paseo, pendía de unos farolillos también del mismo marrón oxidado. 
No tardaron mucho en encontrar la zona que buscaban. Allí, nada más acabar la calle, se abrió ante sus ojos una plaza llena de gente y rodeada por unos viejos soportales también blancos cuyas entrañas albergaban numerosos bares. En el centro, diversos grupos de jóvenes hablaban, reían y se divertían. Algunos sólo lo intentaban, ayudándose del botellón. 
Las dos amigas pasaron por delante de varios bares. Todos estaban muy concurridos, quizá en parte se debiera a las promociones que colgaban en internet a través de alguna red social. En la puerta de uno de ellos había aparcadas varias motos. Un par de novios discutían acaloradamente. Por los gritos que daban, Sara entendió que aquella pareja no podría regresar a casa en moto por mucho que el chico insistiera, su novia se resistía a dejarle las llaves en ese estado de embriaguez. 
Por fin, tras elegir uno que parecía ambientado en un patio andaluz, entraron. Había tres barras, todas cubiertas con cáñamo salpicado de cuando en cuando por las verdes hojas de una enredadera. El ambiente no estaba cargado, pues el local no tenía techo. En el centro de la pista había tres palmeras que se alzaban majestuosas perdiéndose en la negrura de la noche. Rodeándolas, había un pequeño muro de piedra grisácea con asientos tallados. 
La música, una mezcla de pop-rock actual, enseguida invadió a las dos jóvenes que se dejaron arrastrar hasta la pista, donde comenzaron a bailar. 
Casi sin darse cuenta, los ojos de Sara comenzaron a buscar a alguien entre la multitud. Sin mucho éxito, volvió a mirar a su amiga que se movía sin cesar. Siguiéndole el ritmo empezaron a sentirse el centro de todas las miradas. Un hormigueo en el estómago y unas ganas locas de reír le hicieron comprender lo feliz que era entonces. 
De pronto, una mano agarró por sorpresa la cintura de Sara y comenzó a rodearla arrugando suavemente su vestido nuevo. Ella, intrigada, comenzó a girar sobre sí misma jugando sugerente a un pilla pilla improvisado. Unos segundos frente a él bastaron para reconocerlo. Era Manuel, a quién antes había buscado sin querer con la mirada; el mismo al que desde hacía años miraba en silencio desde la ventana de su habitación. 
Pese a que ella conocía bien su pelo negro, sus ojos rasgados y esa sonrisa tan seductora, siempre había procurado que él nunca la viera, que jamás supiese que ella era su vecina. Y lo había conseguido. 
Allí, todavía en el centro de la pista, Manuel se había convertido en el cazador cazado. Ingenuo triunfador, mantenía firme su mano en la cintura de Sara, rodeándola sin querer dejarla escapar. 
El sonido tan alto de la música al principio sirvió de excusa para que Manuel pudiera acercarse al oído de Sara para hablarle, y más tarde, como pretexto para salir a conversar mientras daban un paseo. 
Antes de abandonar el bar, Sara echó un último vistazo al interior del local y sonrió al no encontrar a Julia. Seguro que había entendido la situación y había preferido dejarlos solos. De todas formas estaba tranquila, no sabía bien cómo se las arreglaba para aparecer luego en el momento preciso, pero sabía que en unas horas se reencontrarían. 
Una vez en la calle, guiada por la mano de Manuel llegaron hasta una de las motos que antes habían visto. Ahora ya no había nadie discutiendo. Montaron los dos, suerte que Manuel había conseguido otro casco y dando gas, se alejaron de allí. 
El corazón de Sara latía con más fuerza de lo que nunca lo había hecho. Sentada detrás de Manuel, lo rodeaba con sus brazos y lo estrechaba con sus manos. El viento movía su pelo que, travieso, se escapaba del casco. Sonreía y cerraba los ojos. Quería saborear aquél momento y guardarlo en la memoria pues no sabía si algún día podría repetirse. 
Bajaron de la moto cerca de la playa y caminaron por el paseo marítimo bajo aquella tenue luz que les proporcionaba intimidad. Hablando y riendo se perdieron en ese juego en el que sin querer participan los enamorados, hasta que comenzó a amanecer. 
Sara decidió esperar a Julia para regresar juntas a casa, pues no creyó conveniente que Manuel descubriera dónde vivía. La aguardó en el mismo puesto donde hacía unas horas habían adquirido sus vestidos. Tras un último beso en sus labios aún candentes, el joven se alejó en su moto. Como Sara había previsto, su amiga no tardó en llegar.

mujer mirando hacia el mar bajo la luna llenaLa luna las contempló por última vez antes de desaparecer. Se dirigían por la playa hacia el descampado que conducía a casa de Sara, pero antes de abandonar la fresca arena, Julia insistió en descalzarse para disfrutarla un rato más. Tanta era la felicidad de Sara que sentía que no cabía en su pecho. La noche había sido demasiado intensa.

El sonido de un viejo teléfono retumbó por toda la casa. Una llamada inesperada despertó a la madre de Sara. Con el corazón en un puño y la tez más pálida que de costumbre, corrió deprisa hasta la habitación de su hija comprobando que, efectivamente, no estaba en su cama. Rápidamente se abalanzó sobre la mesita de noche que había a un lado del pequeño cuarto y haciendo temblar la lámpara que sostenía encima, abrió su único cajón. Metiendo la mano hasta el fondo encontró lo que buscaba. La cerró y apretándola fuerte la sacó despacio del cajón. Se giró hacia la puerta de la habitación, donde ya estaba su marido y, con la cara descompuesta por el dolor, se abalanzó sobre él llorando amargamente. 
Una fina figura femenina de piel blanca y piernas firmes, de la que pendía una larga melena castaña revuelta con arena, yacía sobre la playa. Iba descalza, pero llevaba puesto un vestido veraniego. La sonrisa de sus labios todavía confundía si podía estar con vida. Así habían descrito a Sara ante la policía unos turistas aquella mañana. 
Pronto se había montado un dispositivo policial en la playa. Inmediatamente a su identificación se había avisado a sus padres. No muy lejos de allí, bajo una farola del paseo marítimo se hallaba un único camisón de fino hilo blanco: era el de Sara. 
El estudio forense tras la autopsia desvelaría días más tarde que se había tratado de una pequeña hemorragia cerebral. Quizá alguna emoción fuerte había dañado sus delicadas entrañas. 
Mientras tanto, la madre de Sara seguía llorando desconsoladamente. De pronto lanzó contra el suelo aquello que había sacado del cajón de la mesita de noche y había agarrado con tanta fuerza. Un montón de pastillas salieron entonces despedidas y se desperdigaron por toda la habitación. Sara, que llevaba toda su vida bajo tratamiento médico, sabía que cuando no tomaba aquellas pastillas durante algún tiempo, aparecía esa maravillosa amiga a la que llamaba Julia. Con ella se sentía arropada al hacer todo aquello que su madre le tenía restringido, incluso el salir a la calle. 
Aunque nadie en el barrio la había visto nunca, todos los vecinos sabían que, recluida en su casa, vivía la joven Sara. Aquella sobreprotección que había empleado su madre toda la vida, no había sido sino el motor de aquél terrible desenlace. No obstante, aunque aquella noche de emociones acabara con la vida de la joven, su forma de despedirse del mundo mitigaba el dolor de su pérdida. Paradójicamente, nunca antes había logrado mostrar una sonrisa tan viva.

Amanecer en la playa con huellas sobre la arena

3 comentarios:

  1. Una patología psiquiátrica vista desde ese otro lado en el que nunca nos ponemos. Que difícil la psiquiatría y que interesante al mismo tiempo. Te felicito

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  2. ¡Gracias Verito! Me alegro de que te haya gustado :)

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