Los párpados caídos, las conjuntivas inyectadas en sangre y la pupila cansada de acomodarse.
La mirada grita en silencio. Gritos de soledad, de incomprensión, de dolor y de nostalgia. Y yo en la consulta, los oigo con mis ojos fijos en ella, en esa mirada. Como los oigo aunque sus iris cambien de color.
Siendo yo una niña de 13 años, me fui unos días a un pueblo de Francia de intercambio. Todo me parecía irreal; la gente no hablaba como en clase de francés y no lograba entender a nadie. Además, sus horarios, sus comidas, su estilo de vida... ¡me parecía tan distinto! Y un día, mientras dábamos un paseo mi compañera y yo, nos encontramos con un grupo de niños amigos suyos. Cuando supieron que yo era española, escupieron con desprecio en el suelo; eso sí lo entendí. Creeréis que es una tontería infantil sin más, pero ese gesto entonces me dolió. No entendía qué había podido hacer yo, una simple niña de 13 años, para caerles mal, si sólo sabían de mí la procedencia. Supongo que aquello les debió parecer suficiente.
Sentir la discriminación duele, aunque sea un momento puntual. Comprenderéis que se me encoge el corazón cuando veo reflejado en algunos ojos el dolor de sufrirla a diario.
Esas miradas que gritan ahogadamente pertenecen a personas que dejan su país, sus costumbres, su familia... por tiempo muchas veces indefinido, buscando una vida "mejor"(digamos mejor entre comillas porque seguramente la mejor vida sería donde tienen sus raíces), y a veces se encuentran con terribles barreras sólo por su origen de procedencia.
Nadie tiene el poder de decidir dónde nace, por tanto nadie debería ser juzgado por ello.
Como dice una canción de Celtas Cortos: "SOMOS DISTINTOS, SOMOS IGUALES".