sábado, 23 de abril de 2016

LA PECERA, un homenaje a ese "loco Quijote"

"La pluma es la lengua del alma" 
Cervantes.

LA PECERA

En homenaje a ese "loco Quijote" de Cervantes, en este día del libro.



Sentada sobre un viejo taburete roído por la carcoma, apoyaba sus brazos sobre la mesita que tenia enfrente, y sobre estos, su cabeza. Observaba, como si en ello le fuera la vida, los movimientos de un triste pez negro encerrado en una pequeña pecera sobre la mesa. La niña suspiraba. Con su aliento empañaba parte del cristal de la pecera. Allí acudía el pez y no se movía hasta que el vaho desaparecía al contacto del aire. Entonces, agitaba la cola impulsándose de forma graciosa hasta salir del agua, salpicando, al zambullirse de nuevo, la cara de la pequeña. 

Diminutas gotitas brillaban en la frente de Clara con los primeros rayos de sol que, curiosos, invadían su habitación. Abrió los ojos lentamente, mientras se quitaba con la manga del pijama aquellas gotitas de sudor; de un sudor además realmente frío. Le angustiaba la sensación de lentitud en el tiempo y de acción paralizada; aquél sueño de la niña y su pecera contenían una dosis equitativa de este par de ingredientes. Sin embargo, aún le angustiaba más ver que por tercera vez, en menos de dos meses, había soñado lo mismo. 

Unas horas más tarde recibía una llamada en su consulta. Clara sobresaltada, se apresuró a responder al teléfono, dejando a un lado el libro que estaba leyendo y con el que vagamente trataba de matar el tiempo. Bajo una encuadernación barata, ajada por el lomo y desgastada por las esquinas, se albergaba una edición anónima de una antología del Quijote. La había comprado en una vieja librería durante su viaje de fin de carrera. Lo guardaba con cariño, pues aquellas vacaciones habían sido inolvidables. Se le dibujaba una sonrisa cada vez que pensaba en las excursiones realizadas, las risas con sus compañeros y las noches de fiesta en los salones del hotel. Tampoco olvidaría aquel olor a anticuario que la envolvió al entrar en la vieja librería. Cuatro columnas de madera, algo astilladas y sin brillo daban albergue a más de diez mil libros. De allí no pudo salir con las manos vacías; las ingeniosas palabras del joven vendedor y su cálido acento árabe, en impecable castellano, la sedujeron: "señorita, a Don Alonso se le secó el cerebro y perdió el juicio de tanto leer; lo que le ofrezco es tan sólo una antología"

Ahora Clara trabajaba como psiquiatra en un pequeño apartamento del centro de la ciudad. Tenia apenas veintinueve años y una corta, pero intensa carrera profesional. En cambio, su día a día se había vuelto algo monótono y eso le comenzaba a crispar. Aquella llamada atenuó sus nervios y dibujó en su rostro una sonrisa, fruto de su estado de excitación. 

Viajera leyendo un libroEsa misma tarde hizo la maleta, sin olvidarse de guardar en ella el preciado libro. Cogería el tren hasta la ciudad vecina, donde habían reconstruido un hospital no hacía más de medio año. Entre los pacientes, procedentes todos ellos de lugares muy diversos de la geografía española, se encontraba un joven de no más de treinta años del que no poseían ninguna información. Seguramente los papeles se perdieran durante el traslado. El no había facilitado las cosas, pues no había abierto la boca desde que llegó. Es más, ni siquiera había abierto los ojos. Hacía dos meses que estaba recluido en una sala con un camastro, un retrete y una pequeña ventana por la que apenas lograría pasar el aire si esta se abriera. Muchos profesionales habían pasado por allí para atender el caso, mas nadie había logrado escuchar algo que no fuera un suspiro o un gruñido. No tenían pruebas evidentes de que sufriera alguna patología, pero su actitud planteaba la duda de que pudiera tratarse de un enfermo psiquiátrico. Este hecho les indujo a avisar a Clara, cuya respuesta no podía ser otra que la de acudir. 


El gran reloj de la estación del Norte marcaba con exactitud la media tarde. El tren de la joven irrumpió violentamente en el andén mientras las ruedas rechinaban contra la vía para frenarlo. Las puertas se abrieron y fueron muchos los que, como ella, se apearon. Clara se sumió de repente en un lugar grande y hermoso. Hileras de bancos de madera de estilo rústico flanqueaban el recinto y dentro, cafeterías, quioscos, máquinas expendedoras y taquillas se mezclaban bajo el contraste de los tonos rojizos y azulados que presentaban las paredes de aquella infraestructura. Sobre la pared central del edificio y trabajando sin descanso, se alzaba imperioso el gran reloj, único superviviente tras la guerra del 36, de aquel pequeño pueblo que sin proponérselo se había convertido en una bulliciosa ciudad. 

Todavía aturdida, Clara salió de la estación y se detuvo unos minutos; de pie y con gesto pensativo, veía como numerosos transeúntes caminaban sin tregua en todas direcciones por anchas aceras esquivando el frío del invierno. Muchas eran las tiendas que con escaparates atractivos intentaban hacer negocio. Las farolas ya se habían encendido y la calzada, aunque amplia y extensa, presentaba un denso tráfico de luces y cláxones. El cielo, abrumado por la contaminación, había rodeado los altos edificios con su pancarta de protesta gris; mas nadie parecía haberla visto. Clara suspiró, y tirando de su maleta, desapareció entre la corriente de viandantes. 

No tardó mucho en llegar al hospital. El lugar se encontraba en un barrio de las afueras, no muy lejos de la estación del Norte. Su fachada, mohosa y grisácea; sus ventanas, escasas y diminutas; y el jardincillo de la entrada, mole de tierra y hierbajos, salpicado de bancos desvencijados, no daban muestra de la reconstrucción del lugar y conferían al edificio un aspecto triste y lúgubre. Pese a la decepción que esto causó en Clara, esta se introdujo en el edificio sin vacilar. Lo que allí dentro vio, no fueron sino más motivos de depresión y melancolía. Un médico viejo, ridículo y con aires de notoriedad, la condujo, sin mediar palabra, hasta su cuarto. Durante el trayecto pudo ver numerosas habitaciones oscuras y malolientes, evidenciando la podredumbre que allí se respiraba. Su habitación, algo mejor que lo que había podido contemplar, se encontraba al lado de la de su paciente. 

No tenía ganas de cenar, y tampoco sabía si las tenía para permanecer allí. Sentía desvanecerse la ilusión del comienzo. Tumbada sobre la litera de aquel cuarto, decidió sacar la antología y leer para distraerse, alejando su mirada del manto de polvo acumulado sobre una solitaria mesita de noche. Sin más luz que la que, con gran esfuerzo, alumbraba una farola de la calle, se sumió en la lectura hasta quedarse dormida, acostumbrándose poco a poco al hedor que impregnaba al edificio. 

Por la mañana los rayos del sol, que reemplazaban a los de la triste farola, jugueteaban colándose por la ventana. Los más traviesos correteaban por la frente de Clara. Hacían brillar de nuevo a las gotitas de sudor que por ella resbalaban, evidenciando que había vuelto a soñar con la niña de la pecera. 

Asombrada de haber logrado dormir en aquellas condiciones, decidió comenzar su labor dirigiéndose hacia el cuarto de su paciente. Abrió la puerta con llave y entró. 

escultura de madera de Don Quijote
La oscuridad lo envolvía todo y las pupilas de Clara tardaron en hacerse a la penumbra. Entonces lo vio. Allí estaba su paciente, tumbado sobre su cama. Moreno de pelo, blanca su tez, enjuto y algo desgarbado, no parecía mucho mayor que ella. Mostraba sus lánguidos suspiros sumido en un profundo sueño, del que era obvio, no quería despertar. La psiquiatra paseó su mirada por aquella habitación: el mismo olor y la misma suciedad que en el resto del edificio. Se sentó con cierto recelo sobre el suelo, frente a la cama del joven. Extrañamente, se sorprendió mirándolo con ternura y asombro: había algo en él que le recordaba al Quijote de su antología.

Estuvo allí quieta, callada, arropada por un silencio que poco a poco se fue haciendo acogedor. Su mente trabajaba analizando al joven. ¿Por qué no querría despertar? De pronto, el silencio y sus pensamientos se vieron quebrados por un par de golpecitos en la puerta; la enfermera ya traía la cena. Clara quedó sorprendida; había permanecido ahí durante varias horas, como paralizada. Se levantó y todavía absorta en sus pensamientos se encaminó hacia la calle. Saldría a cenar algo fuera, al centro de la ciudad, por cambiar de aires. 

Los días siguientes se volvió a repetir la insólita escena. Allí delante del joven, nunca se aburría. Todavía no habían intercambiado palabra, ni siquiera él había despertado y sin embargo Clara se sentía cautivada. Era algo extraño, incluso para ella un sinsentido; pero después de tantas horas allí, mirándole embelesada, muchas hipótesis le rondaban la cabeza sobre aquella extraña conducta, consiguiendo, inesperadamente, desterrar la angustia que antes sentía hacia la acción paralizada. 

Uno de esos días en los que Clara se disponía a pasar las horas sentada frente a su paciente, llevó consigo su preciada antología. Una vez sentada frente a él, comenzó a leer en silencio. A cada rato paraba, miraba a su durmiente paciente y asentía. Proseguía la lectura cada vez más ansiada, más deprisa. Y cuanto más leía, más se detenía a mirar y a asentir. Finalmente, acabó el libro justo cuando la enfermera traía la cena. Aprovechando la coyuntura, salió de la habitación del paciente y se encaminó a la suya. 

Soñador incansable y con un deseo interno de evadirse de la realidad, fueron los dos ingredientes que hicieron de Don Alonso un loco Quijote; cualidades sin duda compartidas con el ahora paciente de Clara... Todo parecía encajar en su inquieta cabecita. Sin embargo, había algo que fallaba: no lograba entender a qué podía deberse aquél ferviente deseo de su paciente de evadirse de la realidad, ni de qué manera, siendo así, podría ayudarle.

Agotada, se dejó caer sobre su cama y Morfeo no tardó en abrazarla. Al despertar a la mañana siguiente, lo que brillaba en su cara no eran gotitas de sudor, sino pequeños senderos de lágrimas desprendidas de sus ojos. Clara había vuelto a tener su extraño sueño, pero por primera vez el final no había sido el mismo. Aquella niña que sentada contemplaba al pez negro, se había levantado y descuidadamente, había golpeado la pecera con su brazo. Esta se volcó y el pez cayó al suelo. Arrastrado por el agua vertida conseguía llegar a un río donde la niña, con lágrimas en los ojos, lo despedía. Clara desde la cama y sin secarse las mejillas, miró hacia la antología y sonrió: Ahora creía entender todo. 

Más enérgica que nunca, se abalanzó sobre el suelo. Rápidamente hizo su maleta y arrastrándola, se dirigió hacia la habitación de su paciente.

De nuevo, como en días anteriores, Clara volvió a introducir la llave para abrir la diminuta habitación. Al entrar, sus pupilas dilatadas, en parte por la penumbra, en parte por la excitación, examinaron el cuartucho que rodeaba a su joven paciente: Tan pequeño, tan oscuro... y con el mismo hedor que impregnaba al resto del edificio. Miró entonces a ese caballero de triste figura dormitando sobre su camastro y depositando la llave sobre su almohada, salió de la que sin ninguna duda, era la pecera de aquél pobre pez.

Con el corazón en un puño, abandonó rápido el hospital encaminándose a la estación. Una vez frente al andén vacío se detuvo a esperar su tren.

Pensando en todo lo acaecido y mirando de reojo al gran reloj, se llevaba la mano al pecho e inquieta, respiraba hondo. De pronto, otra mano cogió suavemente la suya y Clara sobresaltada se giró, encontrando frente a ella un joven de ojos negros y una sonrisa marchita que enseguida reconoció. Era la primera vez que lo veía despierto. 

Gracias, musitó el joven besándola en la frente. Después, desapareció perdiéndose entre los ríos de gente que se movían por los andenes mientras el tren de Clara irrumpía en la estación. 

Ella suspiró tranquila, con una sonrisa dibujada en su rostro. Aquél Quijote actual, atrapado en su insatisfecha realidad, merecía por fin disfrutar de una ansiada libertad. 

Tirando de su maleta, Clara montó en el tren recién llegado y se acomodó en su vagón. Estaba preparada para regresar a casa.


Maleta sobra las vías del tren


 La pecera, Calinela.



3 comentarios:

  1. Maravilloso!! engancha ese estilo tan suave. No me gusta, me encanta!!

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    Respuestas
    1. Ohh muchísimas gracias! Es una entrada larga, pero atípica, que creo puede resultar bonita para leer!
      Un saludo!

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    2. **Al menos va con toda mi ilusión :)

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